Literatura argentina

Nuevo libro con seis relatos de Samanta Schweblin: una lección de cómo funcionan las cosas

Su mayor virtud es que su literatura es recordable

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GERMAN ESPINNOSA
Samanta Schweblin
(EL UNIVERSAL/Germán Espinosa)

por Mercedes Estramil
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La narrativa de la argentina Samanta Schweblin (1978, Buenos Aires; hace años radicada en Berlín) tiene una virtud: es recordable. A diferencia de otros buenos escritores cuyas historias, una vez leídas, se olvidan o se recuerdan desde la imprecisión, las historias de Schweblin (no todas, claro) se imprimen a fuego. ¿Cómo olvidar a la niña que el día de su cumpleaños le confiesa a un probable pedófilo que no tiene bombacha? (“Un hombre sin suerte”) ¿Cómo olvidar a la adolescente que, ante la mirada impotente de sus padres, come pájaros vivos? (“Pájaros en la boca”) ¿Quién olvida al cuarteto de madres e hijos presos de la contaminación en Distancia de rescate (2014)? ¿Cómo no pensar que Kentukis (2018) podría sin sacrificio ser un capítulo más de las buenas temporadas de Black Mirror? En El buen mal lo vuelve a lograr, y de estos seis relatos, más de la mitad son tatuajes permanentes. El hilo conductor no proviene de las historias, los temas o los personajes. Lo da el título críptico en esa tapa con un conejo (o liebre) bicéfalo y alado, de ojos azules o rojos como pastillas de Matrix: el Bien y el Mal danzando juntos una coreografía de tragedias aplacadas.

Simios vestidos. Cómo abrir y cerrar un libro de relatos es una elección estratégica. Schweblin abre y cierra El buen mal cortando la respiración mediante personajes secundarios (¿?) que atraviesan a los protagónicos desde la rareza misma de su existencia. “Bienvenida a la comunidad”, el primer relato, muestra a una émula fallida de Virginia Woolf, madre de familia que no aguanta más y se mete al agua con piedras atadas a la cintura. Luego un vecino cazador le muestra cómo funcionan las cosas. Con mínimos detalles, el mapa de su vida se despliega arrugado: el mal matrimonio, las hijas y su mascota gorda y escapista, el barrio adinerado, el amante ocasional, la charla vecinal nocturna. Y de pronto nos damos cuenta de que el relato creció sobre sus premisas y está hablando del supremacismo moral, la victimología y las mecánicas perversas del dolor y los precios que hay que pagar para sobrevivir. De lo mejor en tensión narrativa.

Lo mismo pasa con el último, “El Superior hace una visita”. Comienza liviano, con una visita filial a un residencial y desemboca en el terror psicológico de una invasión domiciliaria, a lo Truman Capote en “Miriam” o Alice Munro en “Radicales libres”. La psicopatía nunca pasa de moda y Schweblin la aborda sin mencionarla ni llevarla a su extremo ejecutor. Pero si lidiar con el Mal (a través de cualquiera de sus intermediarios) es difícil, hacerlo con el que además te dice la verdad puede ser inaguantable. La protagonista de “El Superior hace una visita” no contraataca ni huye ante el depredador que entra a su casa, pero la treta del débil que involuntariamente ensaya reinstala el orden. El orden humano, que acaso consiste en apenas vestir al simio y ocultar su animalidad un instante.

Otros relatos, más débiles, se benefician de otras estrategias. “Un animal fabuloso” se arma en torno a lo no dicho en la conversación entre dos amigas. El reclamo velado por la muerte de un niño se recuesta en cierta dimensión fantástica de lo acontecido. En “William en la ventana”, la narradora va a un congreso de escritores en Shanghái mientras su pareja agoniza en Buenos Aires. Otra escritora sufre por la muerte de su gato a miles de kilómetros y lo oye rasguñar en la habitación. Schweblin hace la metaforización de la añoranza con simples e inauditos componentes, mostrando que de alguna manera los llamados del amor desafían las leyes físicas (es un poco cursi, pero es así).

Autoridad. “La mujer de Atlántida” es un relato extenso, hecho de encanto y misterio. Dos hermanitas de vacaciones, una de ellas la narradora, luego peluquera; una poeta borracha y sin inspiración; y un hombre enigmático que le lleva bebidas: solo con eso Schweblin arma una historia de aliento novelesco. No aborda el drama —en este caso la dejadez de la poeta, la intrepidez letal de las niñas, la oscuridad del hombre— con dramatismo, sino desde bordes imprecisos. “Tal vez porque era poeta, la mujer no daba respuestas definitivas”, dice, y este soberbio ejercicio, ajustado al clima poético, tampoco las da. Ambientada en el balneario uruguayo, la historia de esta poeta que un poco recuerda a Marosa di Giorgio, acerca nuestra Atlántida, por extrañeza, al continente perdido. (Algo análogo pasa con la Nueva Helvecia hermética que pinta Mariana Enriquez en “Julie”, de Un lugar soleado para gente sombría).

La marca registrada de Schweblin es la seguridad con que se mueve en todo registro. El acápite de Silvina Ocampo (“Lo raro siempre es más cierto”) aplica para ella. Cree en sus personajes, en lo disparatado que surge en cualquier momento de cualquier vida, y cree en la concisión, la fórmula que tanto cuesta entender de “menos es más”. No necesita explicar, no subestima al lector. Una muestra de su autoridad es el relato “Un ojo en la garganta”, narrado en primera persona y que socava la convención habitual sobre este tipo de narrador respecto a su conocimiento limitado.

Ese relato evoca las circunstancias de Distancia de rescate, donde el glifosato era el innombrable enemigo. Aquí es el litio de una pila el que tuerce el destino de una familia cuando la “distancia de rescate” de un padre hacia su hijo de dos años no alcanza para salvarlo. En la novela Schweblin hacía uso de un dialogado antinatural para contar algo antinatural, y el relato da voz narrativa al bebé y luego adulto que no tiene voz sino un agujero en la tráquea y que sin embargo cuenta paso a paso lo que ocurrió, lo que sintió su padre, lo que lo persiguió durante décadas y las explicaciones que buscó a las derivaciones oscuras de un accidente doméstico. Igual que en la novela, aquí la denuncia no coloniza el relato. Es una crítica, sí. Pero además es una historia atrapante, vertiginosa, y que se guarda para el final una escena modélica que intertextualiza con aquella que Raymond Carver puso en el original (no editado por Gordon Lish) de “El baño” (o “Parecía una tontería”). En el timbrazo real que atormentaba al protagonista de Carver y el timbrazo fantasma que persigue al de Schweblin y en las consecuencias de ambos, opera el rescate emocional de posos de humanidad en medio del derrumbe. En narrativas no sensibleras, eso es un gesto de autoridad creadora.

EL BUEN MAL, de Samanta Schweblin. Random House, 2025. Montevideo, 187 págs.

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