Me tengo que calmar. Me lo digo porque no es mi reacción natural. Lo que me sale es ir y cantarles las cuarenta. Ir y decirles que mienten, que siempre han mentido, que lo que dicen es una salvajada y que no se la creen ni ellos mismos. O si se la creen -es peor- porque demuestra lo ignorante que son y lo criminal que actúan al sostener semejantes atrocidades. Me tengo que callar porque mis hijos no pueden ver a un ser alienado que derrapa por la verdad, porque -ahora- levantar la voz y meter pasión a lo que se conoce y ante lo que es cierto te transforma en un extremista retórico. Es como, si al asesino de alguien, le irrumpiera el fantasma de quien lo mató y los recoletos le dijeran: “mire, no grite, ni haga aullidos porque va a terminar usted preso si se pone histérico, tenga coto y mesura, no sea nabo”. Y, entonces, en ese punto el infeliz (el asesinado) pierde todo derecho a su reclamo y deberá deambular errante con Petrarca con Dante en el limbo.
Me tengo que concentrar en mi templanza y hacerla aguda, firme y robusta. No es que me salga así, la tengo que focalizar de esa forma para que no se advierta mi ira, mi indignación y mi bronca. No se puede advertir mis fosas nasales en movimiento desesperado, menos aún mi hiperventilación o mi hipertensión lindando con la locura. Me tengo que adoctrinar para que no se detecte en mi rostro mi repugnancia ante seres repugnantes. ¿Cómo se aprende a actuar así? Ya no tengo edad para aprender esas técnicas, ni lo haría, no tendría sentido, pero algo de eso debo hacer. Ni sé cómo.
Me tengo que ubicar en el contexto actual donde el que grita, levanta la voz y se enoja es visto como un energúmeno. Solo hay que asumir pizcas de emoción sincera. Menos aún llorar, todos aplauden el gesto, pero por detrás todos se cargan al idiota que se quebró. Llorar está prohibido en el mundo de la inmundicia. Es que la inmundicia no es sincera, ya lo deberíamos saber.
Simplemente me tengo que momificar en vida, ir por allí poniendo rostro impávido y procurando que ningún gesto se me advierta porque todo va a ser usado en mi contra. Es más, no tengo ni que decir mi signo zodiacal, menos mi nombre completo, nunca los apodos familiares y menos que menos mostrar fotos de niño. Ni se me ocurra dar a conocer a mis amigos y la mesita donde me alimento a diario. Dicen que todo eso revela quién es uno. Tengo que usar las redes sociales solo para mostrar alegrías inflamadas o imposturas de algarabía para así despistar sobre cuál es mi sentir filosófico y mis valores. Y tengo que marear a mi algoritmo, mostrándome interesado en seres asquerosos, cosa que el bicho crea que no soy quien soy, porque si me descubre, estoy frito.
Curioso mundo en el que ya no puedo ser yo, donde se me exige cinismo militante, donde el envoltorio parece pesar más que lo sustantivo.
¿Cómo llegamos a este grado de tanta imbecilidad? No creo que sea una conspiración de nadie, pero algo anda mal en el formateo del asunto de nuestra globalización. Yo no la imaginé así: pensé que sería algo más disfrutable, más igualitario de veras y no tan estúpido donde las vestimentas a la moda no iban a ser lo medular. Pensé que ganaríamos en sinceridad. Pensé que el conocimiento derribaría a los ignorantes. Pensé que lo ideológico ya no pesaría. Se ve que me equivoqué. Me voy a comer una empanada y voy a pisar picudos colorados que matan mis palmeras predilectas. Eso no es delito. Por ahora.