Las finanzas públicas se deterioraron en el transcurso del último año y medio. Luego de sucesivas revisiones al alza en el déficit fiscal estructural previsto para 2024, éste cerró el año en 3,7% del PIB, un incremento de 1,2% del PIB frente a 2023. Evitando ingresar nuevamente en la discusión en torno a las causas del deterioro y en la eventual herencia (sobre ello consultar esta columna), el punto de partida en materia fiscal es notoriamente peor al que podía preverse hace un año.
Según la encuesta de expectativas del BCU, en marzo de 2023 los analistas esperaban en mediana que el déficit fiscal del sector público consolidado (observado) fuese en 2025 de 2,9% del PIB, proyección luego incrementada en marzo de 2024 a 3,2% y a 3,8% en marzo de 2025. En base a la información divulgada por el MEF en la rendición de cuentas presentada la semana pasada, es probable que el déficit sea superior al 4,5% del PIB al cierre de 2025.
Cuánto del deterioro responde a fenómenos transitorios (gastos que ocurren por única vez) y cuánto es estructural, es clave para comprender cuál será el margen de maniobra con que contará esta istración. Dada la naturaleza de los (nuevos) gastos anunciados, es factible que al menos parte de ellos sea estructural, por lo que, sin intervenciones activas en materia de erogaciones, la (leve) reducción del déficit fiscal que podía preverse para este año no ocurrirá.
Existe cierto consenso en torno a que el déficit fiscal del GC-BPS tendría que ubicarse en torno a 2% para que el cociente deuda neta sobre PIB se mantenga estable en el tiempo, lo que implicaría reducirlo cerca de 1,5% del PIB desde su nivel actual. Dejando de lado factores que pueden modificar puntualmente la evolución de la deuda (ej. tipo de cambio), en cada año que el déficit es superior al 2%, la deuda neta tiende a incrementarse en el tiempo y cuando es inferior al 2% tiende a reducirse.
Precisamente, uno de los aspectos a mejorar de la regla fiscal que ha estado arriba de la mesa es el hecho de que las sucesivas revisiones (al alza) en las metas del resultado fiscal estructural, no incorporaron un mecanismo explícito de corrección de los desvíos ni guardaban relación directa con un nivel puntual de deuda pública. Sobre esto último, siguiendo las recomendaciones del BID y el Consejo Fiscal Asesor, el gobierno se propone fortalecer la institucionalidad fiscal mediante (entre otras cosas) la definición de nivel de deuda “prudente”, que actúe como ancla de mediano plazo y que permita definir y alinear la trayectoria del resultado fiscal estructural a dicho objetivo. De acuerdo con el MEF, “un nivel de deuda prudente se define como aquel que minimiza la probabilidad de que la deuda alcance un umbral a partir del cual la sostenibilidad de las finanzas públicas quedaría severamente comprometida”.
El nivel “prudente” de deuda debe ser estimado y ello siempre da lugar a controversias, al tiempo que la elección del nivel puede tener implicancias en materia de credibilidad. Fijarlo significativamente por encima del nivel actual (el MEF proyecta que la deuda neta sería de 57,5% del PIB en 2025) evitaría la necesidad de corregir la trayectoria fiscal en el corto plazo —el déficit fiscal podría converger lentamente hacia el 2% y ya existiría margen para que la deuda neta continúe incrementándose— y ello podría ser percibido de forma negativa por el mercado. En el otro extremo, fijar un nivel muy por debajo del nivel actual requeriría de una corrección fiscal más rápida que podría ser poco creíble y viable políticamente.
La aprobación de la reforma de la seguridad social, la intención de fortalecer la institucionalidad fiscal y el énfasis en la importancia de la estabilidad macroeconómica que suele caracterizar a nuestra economía, dan margen para que este proceso sea progresivo, pero la credibilidad y factibilidad del plan económico-financiero que se plantee en la Ley de Presupuesto será clave para evitar un deterioro del entorno macroeconómico. En este contexto, es plausible que el gobierno deba señalizar que buena parte de la corrección fiscal necesaria para asegurar la convergencia de la deuda al nivel prudente —algo que todavía que no conocemos— ocurrirá antes de finalizado este período de gobierno.
Considerando que el escenario internacional no nos impulsará en el corto plazo, que la convergencia de la inflación al 4,5% está siendo más rápida que lo previsto y que será necesario reducir el déficit fiscal a partir de 2026, el margen para financiar las prioridades programáticas exclusivamente a través de un mayor crecimiento de la economía será limitado. Por otra parte, tampoco es evidente que exista un amplio margen para incrementar la carga tributaria (neta de exoneraciones); por su inconveniencia desde el punto de vista económico y por el eventual costo político que implica. En este contexto, parece inevitable que —al menos parcialmente— el financiamiento de las prioridades que se incorporen en la Ley de Presupuesto surja de reasignar gastos existentes en otras áreas del Estado.