El ego en la era del espectáculo

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La pelea de los últimos días entre Trump y Elon Musk parece un conflicto mediático más de estos personajes. Pero es mucho más que eso. Es una radiografía de una nueva tipología de liderazgo que gana cada vez más terreno. En la política, pero también en otros ámbitos como es el caso de Musk que ya lo venía ejerciendo en el mundo empresarial. Es la conversión del poder en espectáculo, del liderazgo en narcisismo y del desacuerdo en drama viral. La figura del líder racional, aplomado y constructor de consensos está siendo remplazada por personajes narcisistas, hipersensibles y mediáticos que disputan no solo el poder, sino la hegemonía de la atención pública. Es la transformación del poder en lógica de espectáculo.

El romance entre Trump y Musk fue inicialmente provechoso para ambos porque capitalizaron su imagen en reflejo con el otro. Pero cuando uno de los espejos se quebró, la herida narcisista dio lugar a esta dinámica de emocionalidad exacerbada, impulsividad y grandilocuencia. Que, por cierto, está siendo altamente eficaz en la economía de la atención. Los antes socios ahora se disputan por quién tiene el monopolio del relato y todo el mundo está pendiente. Es una competencia por quién grita más fuerte, quién impone su versión de los hechos y quién convierte la atención pública en capital propio. Donde el poder ya no se define por el control institucional sino por la gestión de lo viral y lo emocionalmente eficaz. No se trata de la verdad, sino de la eficacia emocional del relato. No lideran desde el ejemplo, sino desde el ego. Y el instrumento es el espectáculo.

Las simulaciones marcan la agenda y nunca terminamos de tener claro el límite entre lo real y lo inventado. ¿Hasta dónde están peleados de verdad? ¿Hasta dónde fueron realmente aliados? ¿Hasta dónde todo esto no es una jugada para que la cotización de las acciones -las de Musk o las de Trump- suban o bajen? Nunca lo sabremos. Gestionan su imagen como si fueran personajes de un reality que no puede perder rating.

Mientras tanto nos vamos olvidando que el verdadero liderazgo no se trata de monopolizar la atención, sino de tener conocimiento, talento, inteligencia emocional y ética. Pero sobre todo, inspirar con un propósito. Como dice Byung-Chul Han, la transparencia sin profundidad genera exposición sin reflexión y esa superficialidad puede costar caro en tiempos de crisis. El verdadero liderazgo implica resistir la tentación del espectáculo, del ego y el narcisismo.

En Uruguay no hemos llegado a esos límites pero existen algunos síntomas. Peleas innecesarias funcionan como bombas de humo para distraer la atención pública, políticos que se mandan mensajes -y se responden- a través de los medios, entre otros. Mientras tanto, miles de ciudadanos lidian con problemas reales de empleo, salud, vivienda, educación.

Exijamos líderes con ideas y propuestas y resistamos la tentación de terminar atrapados entre quienes compiten por tener más seguidores, más titulares, más memes. Si no se va normalizando una cultura donde el que gana no es el más competente, sino el más visible. El verdadero liderazgo no se grita, no se tuitea, no se impone a fuerza de memes. Se ejerce con responsabilidad y, sobre todo, con vocación pública y propósito.

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