Mismo perro con distinto collar

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Hace unas semanas casi dos mil académicos, la élite mundial en cada una de las disciplinas, firmaron una carta abierta en la que denuncian un “ataque sistemático contra la ciencia” encabezado por Donald Trump. El texto es durísimo. Denuncian un clima de miedo en la comunidad científica y advierten que está siendo destruida, lo que tardará décadas en revertirse. El país del norte invierte ¼ del presupuesto mundial en ciencia y tecnología, por lo que el desarrollo científico global se verá impactado. Todo lo que implique diversidad e inclusión, cambio climático, entre otros temas está siendo cancelado.

Pero no se precisan peinar muchas canas para recordar que del otro lado del péndulo, allá por el 2020, otra carta abierta fue publicada en ese mismo país por intelectuales en la que reclamaban el derecho a discrepar. Una cantidad de personalidades heterogéneas decían que “esta izquierda intransigente cree que su causa es suficientemente justa y necesaria como para anular toda discrepancia y, de paso, sustituye el debate por el silenciamiento o, en los casos más preocupantes, por el linchamiento mediático”, aludiendo a la cultura de la cancelación que dominaba por esos días de la cultura woke. La carta aclaraba que, si bien las causas que se defendían eran muy nobles y loables (lucha contra la discriminación racial, sexual, etcétera), el modo de hacerlo era inquisitorial e intransigente.

De un lado o del otro del péndulo, la herramienta sigue siendo la misma: la intolerancia hacia ideas discrepantes, empobreciendo el debate público. En un mundo donde la inteligencia artificial está ganando terreno, estamos limitando cada vez más el desarrollo del pensamiento crítico, de criterio propio e incluso la posibilidad de tomar riesgos y, por qué no, cometer errores y aprender de ellos. Es decir, de desarrollar la inteligencia humana.

Pero más allá del debate político ¿cómo estamos actuando en nuestra vida diaria? ¿Cuán espinoso se ha vuelto discrepar en nuestros ambientes cotidianos, corriendo el riesgo de ser catalogados de contestatarios o problemáticos?

Cada vez cuesta más aceptar las discordancias. Lejos de verlo como un valor, se ha vuelto un problema. Como resultado, quien no tiene poder prefiere quedarse callado y no expresar sus puntos de vista para no tener problemas, perdiendo la posibilidad de un diálogo fructífero que derive en resultados superiores.

Porque las discrepancias no son síntomas de crisis, sino una oportunidad para mejorar el razonamiento y enriquecer el resultado.

La mayoría de nosotros no podemos hacer mucho con las ordenanzas de Trump. Pero sí podemos desde nuestra posición de jefes, compañeros, padres de familia o referentes de un grupo social, fomentar el intercambio honesto, sin miedo a ser etiquetado o anulado. No solo tenemos el derecho a disentir, sino la obligación de facilitar que otros puedan manifestar su opinión en aquello en lo que tienen competencia o posición, para construir entre todos una sociedad mejor.

Hannah Arendt decía “la verdad, aunque impotente y siempre derrotada en un choque frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza propia. La persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden reemplazarla”.

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