El mundo se presenta como un sitio cada vez más complejo, donde desarrollar habilidades para entender la coyuntura en tiempo real es un requisito para la supervivencia.
Uruguay padece desde hace bastante de un provincianismo exacerbado y de una falta de comprensión ágil y dinámica de la realidad.
Hubo una época en que los orientales podíamos estar tranquilos porque los males que aquejaban al mundo no llegaban nunca a nuestras costas, o lo hacían veinte años después.
Eso ya no ocurre en general, o el changüí temporal -por lo menos- se viene acortando.
Es por esto que nos deberían preocupar mucho más de lo que expresamos día a día y en nuestra agenda temas como la guerra de Ucrania, la batalla comercial desatada por el presidente Trump, la insoportable presión y el mezquino y falso relato con el que se pretende demonizar a Israel, la irrupción de la inteligencia artificial en los ámbitos individuales y colectivos, la inoperancia del Mercosur, las contingencias que nos deparan la nueva economía digital y la fuerza avasalladora de esas empresas, el control de los datos, el imparable avance comercial y geopolítico de China, los populismos de cualquier signo, el relativismo dominante en Europa, la invasión islámica del viejo continente, y la decadencia de Occidente.
Parece una lista de calamidades, pero no lo es totalmente. Es un menú de temas que cualquier nación que quiera estar implicada en lo que se cuece en el mundo debe tener presente y atender.
Uruguay, por su historia, por su prestigio de país apegado al derecho y a la democracia, por el destaque de muchos compatriotas en distintos ámbitos tiene un gran capital para explotar.
El listado anterior contiene oportunidades y desafíos, y frente a ellos obviamente que nuestro país tiene debilidades y fortalezas.
¿Estamos pensando seriamente en cómo impactará la inteligencia artificial en nuestras vidas? ¿En quién controlará los datos y qué uso le dará a los mismos? ¿Qué implicancia tendrá esto en la gobernanza de los países y global? ¿No hay que ocuparse y enfrentar con firmeza el avance del relativismo? ¿Nos da lo mismo que la Europa que conocimos esté desdibujándose atrás de una invasión migratoria que modifica terriblemente la convivencia? ¿Esa arremetida religiosa y cultural que mina los cimientos de las instituciones occidentales, no llegará algún día a estas tierras? ¿Qué vamos a hacer entonces?
Muchas veces hay que volver a empezar, o pensar desde cero.
La filosofía siempre es una buena herramienta para esto, también el pensamiento trascendente, cuando el mismo se compadece con nuestras raíces y nuestra tradición.
Porque somos lo que somos, y de nada vale percibirse otra cosa cuando están en juego los fundamentos de nuestra existencia y el modelo de convivencia que nos hemos dado.
Por eso es importante reconocer y estar orgullosos de nuestra identidad occidental. Pertenecer a una civilización que ha sido la que más ha dado por la dignidad y libertad de los hombres no es menor. El orgullo de ser herederos de los grandes principios del cristianismo, de la tradición greco-romana, del respeto por el imperio de la ley y el Estado de Derecho, es algo que no deberíamos ocultar ni disimular. También debemos estar orgullosos de nuestra identidad como orientales. Una nación única en Iberoamérica, distintos a todos los demás, llenos de virtudes envidiadas. País estandarte de libertades.
Libertades que no deberían estar fundamentadas en otra cosa más que en la verdad. La verdadera, que es la que surge de la pura realidad, de la propia naturaleza del ser humano que fue creado de una forma que no ite interpretaciones por catálogo. Todos iguales, todos distintos, individuos, al fin y al cabo. Pero no entidades solitarias, sino personas que venimos de una organización que es la natural, la indiscutible, la que tampoco se puede definir a elección: la familia. Ese núcleo imperfecto en apariencia, pero que es el fundamento de todo lo que somos como especie.
Sin su réplica no existe comunidad, no existe sociedad.
A veces deberíamos contener un poco el frenesí cotidiano, y tratar de vislumbrar que rumbo llevamos. Sin reconocernos a nosotros mismos, a nuestra unidad principal, a nuestra nación, a nuestra civilización. Renegando de todo lo bueno de nuestra historia, de nuestros valores, de nuestra reciedumbre y valentía, no llegaremos lejos.
Los que nos acechan no pueden vernos flojos.
Si no nos plantamos como lo que somos: un conglomerado de hombres libres, arrogantes, creativos, y firmes, pronto perderemos el rumbo.
Nos llevará la marea donde quiera.
Y así, ¿qué futuro?